Fue nominada 15 veces al Nobel de la Paz por su proyecto solidario de apoyo familiar que tiene más de mil centros abiertos en el mundo, entre casas para chicos, talleres de oficios y emprendimientos productivos. Trabajadora incansable, aún se pregunta: “¿por qué unos tanto y otros nada?”
No hay tiempo; no hay tiempo. A la mujer nominada quince veces al premio Nobel de la Paz no le alcanzan las horas del día. Se acuesta pensando en algún problema y se despierta con la solución. Hasta en sueños ejercita el músculo de la gestión solidaria. “Un tractor con alma” la describen en un libro que lleva su nombre. A la una y media de la madrugada entra el mensaje de Ana Mon por WhatsApp. Dice que quiere llenar el país de bibliotecas y comedores. Llenarlo. En sus manos el teléfono es una herramienta poderosa. Hace 33 años dirige la Federación Argentina de Apoyo Familiar. Su apellido, Mon, en catalán significa mundo y los 1004 centros de la institución se encuentran distribuidos en tres continentes: América, Asia y África. Es reconocida a nivel internacional, no sólo por las repetidas nominaciones a la más alta distinción por contribución a la humanidad, como es el Nobel de la Paz, sino por estar en las páginas de las Naciones Unidas: es la presidenta de la Confederación Internacional de Apoyo Familiar reconocida con estatus consultivo especial ante el Consejo Económico y Social (Ecosoc).
La casa de Mon se encuentra a mitad de cuadra sobre la calle 33, en La Plata. Una zona tranquila de clase media que bordea con Tolosa. Las puertas y ventanas son azules. Una Santa Rita en flor se desborda sobre el pasto de la entrada, donde recibe su marido con un: “Ella ya te va a contar”. La voz llega antes que ella. Está hablando por teléfono en la planta alta de la casa. “Soy Ana Mon”, se oye a la distancia. Está resolviendo cómo hacer llegar el dinero de una donación. Se escuchan frases sueltas como “al grano” y “sólo una cosa te quiero pedir”. Corta y a los treinta segundos vuelve a sonar. La espera es entretenida por la disposición de un living en el que no hay espacios vacíos. Quince almohadones decoran los sillones. Sobre las paredes hay flores de tela traídas de Mar de las Pampas. Frente al sillón principal, un cuadro de pinceladas impresionistas transporta a un campo con una hilera de árboles al fondo. Un hombre trabaja la tierra, bajo un cielo cubierto de nubes de tormenta. Sólo en el centro, algunas más claras y livianas. Pareciera que se cuela un rayo de sol.
“Soy una abuela amante de los colores, las mariposas y los girasoles”, dice al bajar la escalera de madera. Saluda, se acomoda en el sillón y pasa un minuto sentada. “Esperá que me olvidé de bajarte algo”, dice, y vuelve a subir y luego a bajar con dos libros y una pila de fotocopias. A los 69 años, Mon es imparable. Acaba de volver de Europa. Dos días en España, dos en Alemania, y otros dos en París, para sembrar proyectos y cosechar nuevos centros.
Mientras explica de qué se trata su labor solidaria y recita estadísticas y objetivos, Mon cierra los ojos, como en plegaria, como en trance, y se acaricia el pelo blanco. Lanza párrafos como bloques para intentar construir conciencia. La advertencia brota de su boca pintada en rojo: “Uno de cada dos chicos es pobre en la Argentina, según las últimas cifras de Unicef. Ante esto nos ponemos de pie para dar una respuesta. El chico y el adolescente es hoy; mañana es tarde. Mañana es drogradicto, alcohólico. Las cosas se solucionan ya. Ayer”.
El plan de Mon es dar una opción de vida digna a los que nacieron en condiciones de extrema pobreza. Y se empieza por el principio, por la familia que lucha por subsistir. “Son esas casas humildes que entrás y ves que tienen la ropa blanca colgada; que quieren salir adelante”. ¿Cómo se los ayuda? La federación de apoyo familiar tiene casas del niño, talleres de oficio, bibliotecas solidarias y emprendimientos productivos en toda la Argentina, desde Jujuy a Ushuaia. Son 1004 centros abiertos en el mundo. En Haití, en Sudáfrica, en India, en China, en Perú, en Uruguay, en Bolivia. Los hay dispersos por todo el mapa, pero la mayoría de los centros –804– están en la Argentina.
“No es caridad. Es la clase media que da una mano a los que más necesitan. Ayudamos a los más necesitados, pero hay una condición: preferimos familias, grupos de hermanos de madre o abuela o padre, que trabajen, que luchen. Si no hay trabajo, que luchen por salir de la pobreza. Es entre todos que sacamos adelante la cosa.”
¿Cómo empezó la federación?
Acá, en este living, hace 33 años, reuní a un grupo de mujeres excepcionales. Éramos 15 y no teníamos ni idea de lo que hacíamos. Casi todas de 30 años o más, profesionales y madres de familia. Hay mucho voluntario que busca sentido de la vida. Sobre todo, las mujeres mayores de sesenta años que han criado a sus hijos, que los mandan a estudiar a otro lado y no se conforman con el mate y el chisme. Siempre nos manejamos con donaciones del exterior para fundar. Somos totalmente privados, apartidistas y ecuménicos. Desde el cuarto centro que fundamos. Ahora son 1004, de los cuales 804 están en el país porque mi corazón está acá. Hay 25 dirigentes en 21 provincias. Y cada centro es autónomo.
¿Qué significa que cada centro sea autónomo?
Cada grupo moviliza su propia comunidad. Se mantiene con eso y, en caso de emergencia, recurre a la estructura madre. Al comienzo, hay una ayuda inicial simbólica. Les enseñamos todo. La primera charla en los 1004 centros las di yo. Porque tengo en mi cabeza todo lo institucional desde el primer día. Con un papelógrafo o un pizarrón con tiza, le explico a ese líder que quiere hacer una casa del niño o un taller de oficio cuáles son los pasos a seguir. ¿Quiénes son pagos? Las cocineras y las maestras. Muchas veces ayudamos a las madres con la escolaridad para que después sean ellas las que puedan ayudar con los deberes a los chicos. No somos escuelas. Somos hogares de día.
¿Qué recordás de los primeros tiempos?
Me acuerdo de tomar 40 aviones en 15 días. Teníamos tres entrevistas diarias, mínimo. Algunas en el aeropuerto. Por ejemplo, en Suecia con Save the Children. Era tal el agotamiento que llegaba con cinco kilos menos. No parábamos. Así nos empezaron a conocer internacionalmente. La última nominación para el Nobel de la Paz fue propuesta por la fundación que nos presentó a la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI), que nos apoyó para hacer las 500 granjas comunitarias en el noroeste y noreste argentino y en el conurbano de la provincia de Buenos Aires. La española que vino a hacer el chequeo se insoló en Formosa. ¿Podés creer? Por otro lado, pensé que era bueno para que se entendiera el grado de necesidad.
¿Cómo era tu vida social antes de embarcarte en esta misión solidaria?
Mirá, yo hice un giro así [gira la palma de la mano hacia arriba]. A mí, la fiesta de quince años me la festejaron con todo lo mejor habido y por haber. Ahí estoy en la pared, me pintaron un óleo también.
Mon, a los 15, linda y lánguida en su vestido de broderie rosa. Mon, a los 22, el día de su casamiento con Isidoro Alconada. El blanco y negro de la foto enfatiza su expresión de susto. Dice que estaba absolutamente enamorada. El vestido es de plumetí, como el de su comunión. Siempre plumetí. Y la corona de jazmines azóricos. Después de la fiesta, llegaron los regalos y, para estrenarlos, los famosos cócteles en lo de Ana. La losa completa, las jarras de cristal, los cubiertos de plata y toda la historia, que podría haber sido su única historia.
“Era muy amiguera. A pesar de ser muy linda, porque era muy linda, no levantaba resistencia entre las mujeres. Mi agenda era el libro gordo de Petete. Entonces, empecé a invitar a mis amigas y compañeras de colegio. Y, te digo la verdad, el haber sido compañera de colegio implica un afecto, pero no es afinidad de valores. Porque la vida te va presentando distintas cosas. Yo terminaba esas reuniones y sentía que no me encontraba, sentía un vacío existencial. Hasta que vi al chico este. Lo que más tengo presente son los ojos de ese chiquito por el cual yo empecé.”
Esos ojos cambiaron todo. Era un martes de lluvia de 1983. Estaba en el auto yendo a hacer las compras con sus cinco hijos en el Ford Falcon gris que manejaba. Caía la llovizna y ahí estaba. Descalzo y revolviendo la basura, pateando un sachet de leche vacío. De repente levantó la mirada y la miró. En esos ojos acerados, que no esperaban nada de la vida, Mon descubrió qué hacer con la suya. “Esos ojos no me los puedo sacar de la cabeza. Cuando vos ves un chico así, porque además me toca a mí, lo veo yo. No sé por qué. Él te dice lo feo que es acostarse a dormir con hambre. Es duro. Te acostás sin fuerzas y pensás: ¿por qué unos tanto y otros nada?”
De Sócrates a Rocky Balboa, para resistir ella recurre a todo tipo de fuentes y fuerzas. “Sócrates decía que no tiene valor una vida sin cuestionamientos. Rocky Balboa decía –lo sé porque las vi todas con mis hijos varones– que lo que te hace distinto al resto es seguir cuando los demás abandonan.”
De cada país donde da una conferencia se trae un recuerdo. “Esta botellita vino de París; las muñecas me las traje de El Salvador para mi nieta. Si mirás bien están casi todos los países. El suvenir de Haití es el marrón; luego está Nicaragua, esto de Roma; aquél es de Brasil.” Las paredes del comedor, repletas de objetos internacionales, reflejan su obra, pero hay un marco de madera especial para las cartas de la Madre Teresa de Calcuta. El 6 de marzo de 1996, un año y medio antes de morir, la Madre Teresa le escribió: «Dios te ama por todo lo que estás haciendo para fortalecer la vida en familia y por darles a los chicos un futuro mejor al cuidarlos con lo que necesitan hoy».
¿Cómo hiciste a lo largo de estos 33 años para no desanimarte?
Cuando te metés en esto, hay momentos que no son fáciles. En 1996 la llamé a la Madre Teresa y me atendió. Le dije: “Uno puede hacer tan poco y además por unos pocos”. Ella me contestó: “Somos una gota en medio del océano, pero gota a gota, despacito, vamos produciendo educación y cultura. No existen los salvadores del universo. Hay personas que hacen cosas. Y acá me tenés”.
En el cuartito-oficina de Mon se apilan de piso a techo papeles, fotocopias y libros. En ese caos de carpetas que sobresalen de estantes y están a un centímetro de caer; en ese magma de ropa suelta y desperdigada, porque también hay vestidos, tapados y broches traídos de todas partes del mundo, ella encuentra todo. Mon habita en su mente y ahí tiene todo organizado. Esta multinacional de la solidaridad crece de modo artesanal. Las grandes ideas pueden nacer en espacios pequeños. “Tengo una gran capacidad de organizacion y sé en quién delegar. Fundo y delego; fundo y delego. Es fundamental. Si vos te ubicás en que te las sabés todas, no sabés nada. La omnipotencia es impotencia. Es entre todos que armamos la orquesta.”
De una inteligencia que podía rozar la insolencia, a los ocho años le respondía a su mamá “las ideas no se matan” cuando la obligaba a hacer algo que no quería. De muy chica tenía un manejo brillante de los números. Llegaba a los mismos resultados en los problemas matemáticos por caminos alternativos. Y esto no entusiasmaba a las monjas del colegio Eucarístico. “Esta niña me ha sacado treinta años de vida”, se quejaba una monja.
Ante sus ingeniosas argumentaciones, solía escuchar como respuesta: “Vos tendrías que ser abogada”. Se anotó en la Universidad Nacional de La Plata y, embarazada de su cuarto hijo, terminó Derecho. Sus panzas fueron el atril para estudiar. Cuando podía, cuando dormían, cuando jugaban, se sumergía en el mundo de los contratos, las leyes y la jurisprudencia. “Soy sensible y, desgraciadamente, muy inteligente, con la doble faz de la propia virtud. Ves las cosas, pero al mismo tiempo sentís la impotencia frente a lo que no podés hacer.”
“Menos mal que usted se dedicó al bien y no al mal”, recuerda que le dijo un cura después de escucharla hablar. Una vez estaba desesperada. De tanto hablar con el mundo, con fundaciones solidarias en los Estados Unidos, Europa y Japón para lograr entrevistas y donaciones, no tenían para pagar las cuentas de teléfono. Llamó a María Elena Walsh, quien, aunque no la conocía, le donó 5670 dólares. Otra vez, uno de sus hijos le contó que Phil Collins cantaba para chicos carenciados. “Lo voy a llamar”, le contestó sin dudar. Mon nunca se ruboriza al pedir para otros. Y debe ser difícil decirle que no a esos ojos celestes de una bondad penetrante, a esa voz que subraya la urgencia con acento en las erres y las enes.
“No soy de quedarme con el primer no. Levanto el teléfono y llamo. Sólo así podés avanzar. Y con Viktor Frankl también me di el gusto de hablar.” Era febrero de 1993. El neurólogo y psiquiatra vienés, padre de la logoterapia, estaba en Austria. Ella, desde Suiza, habló con él 40 minutos. Le dijo que era capaz de tomarse un tren y viajar toda la noche para ir a saludarlo. “Me respondió y me partió el alma: mire señora, yo apenas veo. Estoy muy mayor.” Mon aprovechó la ocasión y le preguntó de los campos de concentración, del sentido de la vida y de sus libros. El sobreviviente a los campos de Auschwitz y Dachau y autor del libro El hombre en busca de sentido opinó sobre el trabajo solidario de Mon. “Su obra a favor de la niñez apunta a rescatar la esperanza. Porque el chico que pierde su estima y sus principios morales, pierde el sentimiento de su propia individualidad, de ser pensante. Pierde su libertad interior. Usted, al protegerlo, alimentarlo y brindarle una educación, que compromete también a la familia, le está regalando la esperanza de un futuro más digno”, recuerda que le dijo en esa llamada. “Una bendición hablar con él”, recuerda Mon mientras viaja en taxi hacia la primera casa del niño fundada en 1985.
Son las 12.30 en la Casa del Niño Esperanza en La Plata. En este hogar de techos altos y persianas blancas, 130 chicos pasan horas. Los gritos y risas se oyen desde la calle. Sobre el piso de baldosas naranjas corren y se escabullen para no perder a la mancha. La directora Mirta Busquets los mira jugar y dice: “Es una responsabilidad inmensa. Las madres que dejan acá a sus hijos trabajan en otras casas cuidando a otros chicos. Antes, los dejaban con gente que ni siquiera conocían”.
Los chicos pueden ir antes o después del turno escolar. Las horas en la calle, de rebotar entre esquina y cordón, entre vecino, familiar o conocido de conocido, pasan a ser horas al cuidado de maestras. Se los alimenta, se los contiene. Y los padres pueden trabajar para eso: salir adelante. Es un programa preventivo. Antes de que lleguen a la calle. ¿Qué se previene? La desnutrición, el abuso, la deserción escolar, el trabajo esclavo, la droga, el alcohol, el sida, el tráfico y la prostitución infantil. Y la lista sigue.
En concreto: se ayuda a la madre para que pueda cumplir su horario laboral, mientras el o los hijos, de tres a trece años, están en la casa del niño del barrio. Para que un chico entre en una casita se les pide a los padres que colaboren en la limpieza, la refacción y el mantenimiento del hogar. Para que les cueste, lo valoren y lo sientan suyo.
En uno de los cuartos de la Casa Esperanza la luz está apagada. Tres chicos miran un video que les enseña a hacer yoga, mientras el resto salta y se desparrama sobre colchonetas verdes. En otro, clase de danza. Los chicos bailan y se enredan en cintas naranjas. La maestra Nanin Llave los vigila. Tiene 44 años, un delantal azul y el pelo negro como sus ojos. Vino de Perú a probar suerte en la Argentina. “Yo era sola en un comienzo. Trabajaba como empleada doméstica todo el día y no tenía dónde dejar a mi hija. La tenía de un lado a otro, pero necesitaba trabajar. Si no, no se puede. Paloma tenía tres añitos cuando empezó a venir.” Ahora Nanin entró a ayudar a la casa. “Me encanta; la verdad es que hace falta.”
Luego de tres décadas años de trabajo social, ¿cómo fue observar el paso de los distintos gobiernos? ¿Cuál fue el más solidario?
Lo único que normalmente pedimos es que ayuden a las casitas, si las casas quieren, con becas de alimentación que cubren un 15 o 20 por ciento del gasto mensual. No pedimos subsidios para la federación. No trabajamos con gobiernos ni dependemos de la Iglesia. Eso significa un costo grande, pero seguimos así durante 33 años. Llegado el momento, nos la bancamos. La idea es armar el entretejido social de abajo hacia arriba.
¿Cuáles son los valores comunes a todas las casas del niño?
Amor, solidaridad y jamás, jamás, caridad. Es unos por otros por amor a Dios y, si no creés en Dios, por otro ser humano que es como vos. Se trata de dar opción de vida digna. Los resultados que tenemos son fantásticos en los chicos y en las madres. Al principio, el mismo barrio te estudia; no pueden creer que exista esto. Y no es gratuitamente, porque ellos tienen que colaborar de alguna manera. No sólo las madres; en muchas casitas he visto que los padres ayudan, por ejemplo, con la construcción de un horno de barro. Cada casita es un hito dentro de cada comunidad.
¿Algunos vuelven de grandes a ayudar a la casa?
Esos chicos vuelven y le tienen cariño a la casa. A mí no me conocen. Sólo quiero seguir fundando y fundando. Mi quinto hijo me dice que soy el Messi de la solidaridad. Es un divino. A los 69 años tengo una vida que tiene sentido; no me importa que alguien me reconozca. Lo único que pido es ayúdenme a hacer cosas. Desde la comunidad para la comunidad.
¿Cuántas batallas peléas por día?
Son muchas, muy distintas. Este año puse el foco en la prevención del abuso infantil, niños esclavos y droga. Con un proyecto de fútbol para varones y vóley para chicas. Es un proyecto que ya probamos en Pergamino como piloto con la ayuda de Alemania. Hace 26 años nos ayuda. Tenemos otro emprendimiento para familias carenciadas. En nuestra tierra tirás una semilla de tomate para atrás y te crece la planta. Entonces, enterados de eso, tuve que explicarles a los alemanes. Me preguntaban cómo en un país rico faltaba tanto. Mire: haga de cuenta que la Argentina es un hijo de padres ricos. Argentina es rica, pero los gobiernos y, de ahí para abajo, no paran de robar. Ahí lo entendieron. Lo que yo quiero es llenar el país de comedores y bibliotecas ante la brecha de pobreza. Necesitamos remover el avispero en cada comunidad.
¿Cuál es el problema más común en las familias que se acercan a las casas del niño?
Lo que uno ve como problema uniforme es alcoholismo y droga que llevan a violencia marital y familiar. ¿Cuál es la inversa? Prevención y promoción educacional. Juntos podemos construir un presente más digno para que ellos forjen un futuro mejor. Nada es imposible; todo es comenzar –dice y se despide–. ¡Chau!”
No hay tiempo; no hay tiempo.
1948
Ana Mon nace en La Plata, el 12 de octubre
1972
Se casa con Isidoro Alconada, con quien tendrá cinco hijos
1985
Funda la primera Casa del Niño Esperanza en La Plata
1986
Se abren tres casas más, en Florencio Varela, San Miguel y City Bell
1991
La fundación Kellogg brinda su apoyo y comienza la consolidación nacional de la obra
1996
Realiza la primera asamblea internacional de apoyo familiar con la participación de diez países de América. El mismo año le llegan cartas de estímulo de la Madre Teresa de Calcuta, felicitaciones del premio Nobel de la Paz 1986, Elie Wiesel, y la recomiendan para el premio Príncipe de Asturias
1998
La obra recibe la primera nominación al Nobel de la Paz a través de la fundación de Scott Bader, de Inglaterra. A partir de este año, serán 15 en total las nominaciones
2017
Pone el foco en la prevención del abuso infantil, la droga y los niños esclavos. Una de sus últimas obras es la apertura de cuatro centros de prevención de trata de niñas en Misiones
El futuro
En febrero se propone fundar mil centros más en el país para construir un nuevo camino socioeducacional de erradicación de la pobreza. Para llevar a cabo la tarea dentro de cada comunidad, convoca a nuevos dirigentes voluntarios. Mail: apoyo18familiar@gmail.com. Tel.: (0221) 4223734.