por ESTHER GARCÍA-VALDECANTOS
En sólo dos décadas, la abogada argentina Ana Mon ha creado una asociación humanitaria que funciona en tres continentes. Sus 194 Casas del Niño y la Familia trabajan para que 11.000 menores no terminen en la calle, desahuciados por el hambre y las enfermedades. Nominada ocho veces (incluido este año) al Nobel de la Paz, Mon pasa estos días por Madrid para recabar fondos con los que seguir adelante con su proyecto.
Todo empezó un día lluvioso de 1984, en el cono urbano (cinturón industrial) de la ciudad de La Plata, con una imagen -ahora común en todas las grandes ciudades-, que a Ana le partió el corazón. «Ví a unos chicos revolviendo en un basural buscando algo que comer. Había uno que iba descalzo; lo que más me impactó fueron sus ojos de vacío y sinsentido de la vida. En lugar de llorar o quejarnos, pensé que debíamos hacer algo. Tomé mi agenda y logré reunir a un grupo de veinte mujeres para trabajar por la prevención de los chicos en las calles».
La primera Casa del Niño se montó gracias a que la Cruz Roja de La Plata les cedió un garaje que arreglaron con el dinero recaudado en fiestas de la cerveza y otros eventos, además de la ayuda de socios y padrinos. El 27 de julio de 1985 inauguraron Esperanza con 47 niños de familias extremadamente necesitadas; y cuyas madres trabajaban mientras ellos se quedaban en la calle o en una casucha con un brasero que corría el peligro de incendiarse. No había nadie que cuidara de ellos.
En lugar de ofrecerles su ayuda a cambio de nada, Ana puso en práctica ese lema tan conocido en el mundo de la solidaridad según el cual es mejor «enseñar a pescar que dar peces». Así, los niños iban durante el día a Esperanza donde les daban el desayuno y el almuerzo, además de atención psicopedagógica y formación. A cambio, sus madres o quienes tuvieran de familia, debían hacer algo en el Centro; desde limpiar por turnos, pintar paredes o arreglar un enchufe o el televisor. «Las madres debían demostrar que, además de trabajar fuera, lo hacían también en la casa del niño», explica Ana. «Se trata de apoyo familiar, no de una dádiva o limosna, y es la manera de devolver a la casa lo que te da, de sentirte digno por lo que recibes».
Privados, autónomos y apartidistas
En el 86 abrieron cuatro centros más en la provincia de Buenos Aires. Ya entonces la tesorera de la Asociación dijo: «descentralicemos y demos a cada casa autonomía económica, legal e institucional. Así cada una busca la manera de mantenerse a través de la propia comunidad». Esa es la fórmula que ha permitido a Ana Mon convertir su idea en una especie de multinacional de la solidaridad. «Nuestro sistema, que fue muy valorado por Naciones Unidas, se basa en la descentralización. Hay una pequeña ayuda inicial desde la FAAF (Federación Argentina de Apoyo Familiar) y se les da una charla para mostrarles cómo han de montar una casa, pero luego tienen que salir a buscar los chicos y los sueldos para empleados y voluntarios, pero cada uno tiene su forma legal y produce sus propios fondos. Así es como hemos podido crecer».
En poco tiempo, a cambio del compromiso recíproco de las familias, cientos de niños empezaron a alejarse de los males de la calle: desnutrición, deserción escolar, trabajo infantil, SIDA, delincuencia, alcoholismo, violencia familiar, drogodependencia, prostitución, tráfico de órganos… En la actualidad, la FAAF, que emplea menos de 100 dólares al mes en cada niño mientras que la media de los centros públicos es de 2.500, ha abierto en tres continentes (América, Asia y África) y atiende a 11.000 menores en todo el mundo. En un país como Argentina, donde según los últimos datos de UNICEF casi 4 millones de niños –lo que supone más del 60%- viven bajo el umbral de la pobreza, Mon tiene siempre presente las palabras que un día le dijo la madre Teresa de Calcuta: «nunca vamos a salvar el universo, pero despacito, gota a gota, vamos produciendo educación y cultura».